Jesús Terrés para TELVA

Leo en vete tú a saber dónde que amamos el verano porque durante el estío somos un poco menos nosotros mismos (y es que claro: a estas alturas del año nos soportamos lo justito) y un poco más esa versión idealizada del espejo al que ya casi no te asomas, tan justa de tiempo que llegas al meeting de las nueve. Puede ser. Sublimamos tanto estos meses henchidos de luz porque depositamos en ellos la altísima responsabilidad de compensar todos los días grises de tantos meses para olvidar, compensar ese tú quizá demasiado pendiente de lo urgente, tan atolondrados que andamos sisando las pelas de la casilla de lo importante. Demasiada carga para unos días tranquilos frente al mar.

Y es que en verano dejamos a un lado lo que se supone se espera de nosotros para ser la persona sin aranceles que, parece ser, no podemos ser el resto de la temporada porque hay que llegar a tiempo al tiempo. Es ahora cuando mudamos el pellejo y damos la vuelta al armario (“Y adiós al zapato cerrado, las medias y tantas capas de más sobre la piel”, me chiva Laura) y donde había cemento reina el salitre, qué poco pesa la vida cuando el reloj es el cielo. Es ahora cuando se hace carne aquel poema bellísimo de Vicente Aleixandre, Mar del paraíso: “Un sol, una promesa / de dicha, una felicidad humana, una cándida correlación de luz / con mis ojos nativos, de ti, mar, de ti, cielo”. Es ahora cuando nos permitimos esas pequeñas libertades tanto tiempo enjauladas en esa cárcel prudente con cena a las ocho y la serie de moda bajo una manta y un delivery tirando a sano. Si esto era el futuro que me lleven de vuelta al cortijo.

En mi caso, permítanme ponerme tontorrón, en verano desayuno dos veces (la segunda es la mejor), charlo con los extraños y no me separo del fular de seda ni de un libro nuevo bajo el brazo; visto chanclas con calcetines (ajá), escucho canciones todavía más cursis y casi siempre olvido cargar el móvil: sorpresa, no se acaba el mundo. Esos días dejo entrar en mi armario un yo más chiflado al que le resbala mezclar colores imposibles (¿pero qué más dará?) y tiendo a decir lo que pienso, escucho más y hablo bastante menos. A lo mejor por eso pienso mejor. Creo que nos pasa un poco a todos y todas, en verano decimos poquito pero decimos verdad y la palabra se viste de hueso.

Precisamente estos días, haciendo ya casi la maleta, me encuentro con un libro de poesía (¡Oh! Dejad que la palabra rompa el vaso, de la pequeña editorial Vaso Roto) que cuenta bonito este poder telúrico de la palabra: “Reconstruye nuestra muerte, restaura el camino hacia nosotros mismos: la palabra no termina de acabarse. Océano, viene y va y nunca es idéntica. Miseria en que nos hundimos para vernos reflejados en la de los otros, alegría que invita a la alegría ajena, día a la espera del sol radiante, yo posesivo que se me aferra, se me anochece, se me arbolece en infinitud de pequeños silencios y graves parpadeos, luciérnaga que escribe en el vacío y que, como la falta, no se puede colmar”.

De ahí este firme propósito que quiero llevarme envuelto en un abrazo: decir las cosas. Dejar ya de una vez en el destierro todos los “qué dirán”, las afrentas no respondidas (si no las expresas se gangrenan) y los “qué pensaran de mí si digo lo que pienso”. Defender lo que creo siempre y dejar que los días se llenen de siempre. Decir las cosas pa fuera y pa dentro, no callarme un solo sentir —porque siento muchísimo. Decir te quiero todos lo días, ser honesto hasta que duela, llenar de música este silencio que es vivir esperando la vida. Decir las cosas.